¡Al fin pude armarme un viajecito de fin de semana largo! Buscando vuelos baratos, llegué a Portugal. Hacía rato que, viviendo en España, me estaba picando el bichito de conocer “el otro país” de la Península Ibérica.
Si de visitar Portugal se trata, mi sueño siempre fue conocer Lisboa, ciudad natal de Fernando Pessoa, unos de mis escritores preferidos; o quizás alguna de esas magníficas playas del sur, como las de Algarve. Sin embargo, mi viaje fue en pleno invierno, las playas ya no eran tentadoras y en la lista de vuelos baratos salió un solo ganador: Oporto.
Poco y nada sabía de esta ciudad: que queda al norte del país, que su clima estaba lleno de nubes y lluvia, que sus vinos eran deliciosos. Una vez allí, me encontré con una de las ciudades más agradables que conozco.
Por empezar, por el mismo precio que me alquilo un cuarto en cualquier otro lugar, en Oporto encontré una casa entera en el centro histórico, decorada con un buen gusto digno de revistas cancheras. Esnobeadas aparte, lo mejor de la ciudad es, sin duda, su gente.
Actualmente vivo en Barcelona, ciudad turística si las hay. Acá cualquier persona relacionada con esta actividad cumple su trabajo al pie de la letra. Todos quieren convencerte que su restaurant/hotel/bar/discoteca es lo mejor que hay. Mucho gato por liebre, mucha sensación de que te quieren estafar, mucho pesado, bah!
En Oporto, mi sensación fue todo lo contrario.
Algunos ejemplos relacionados con lo más importante: la comida. Mi primer almuerzo lo tomé cegada por el hambre, prácticamente, y cometí el error de no preguntar cuánto costaba lo que me estaban recomendando. Mal acostumbrada pensé “me van a fajar”. Todo lo contrario: ese plato delicioso preparado por una abuela portuguesa simpática me costó mucho menos de lo que esperaba pagar. Esa misma noche cené en un restaurant de comida típica de la ciudad: bacalao con verduras. No quise agregar una copa de vino oporto porque mi presupuesto era un poco limitado, pero el dueño del lugar no quería que me fuera sin probarlo y me regaló una copa. Cada vez que comí fuera de casa, aunque sea una nata (una facturita sabrosísima), siempre me sirvieron un poquito más, con buena onda, para que no me vaya sin probar lo que a ellos les parece más rico. Amor por lo suyo, que le dicen.
Oporto es una ciudad lenta, con muchas casas viejas venidas a menos que me contaron que se debe a que el centro histórico es patrimonio de la Unesco y que, de hacer reformas y obras de mantenimiento, deben contratar personas especializadas para que no cambien ni un poco el toque antiguo. Eso sale muy caro y muy pocos lo pueden costear.
Por otro lado, también hay una Oporto moderna, con muchas galerías y espacios de arte.
Las personas son muy humildes, austeras y trabajadoras. Los oficios se mantienen en el tiempo: el carpintero, el herrero, el pescador, la vendedora de azulejos, el experto en vinos.
A mis intentos de comunicarme en portuñol, me respondían en un dulce y musical castellano, contándome lo mucho que les gustaría conocer Argentina, o esa vez que visitaron Barcelona.
Ahora que los precios de los vuelos bajaron otra vez (ha vuelto mi querido frío), creo que voy a repetir destino!
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