Podría hablarles maravillas de mis viajes en tren por el conurbano holandés. Contarles cómo, por alrededor de dos euros y medio, un moderno y, a la vez, sobrio tren me llevaba a las afueras de Amsterdam. Lo tomé cuando quise conocer los famosos molinos de viento de Zaandam o cuando visité amigos en Sloterdijk, Utrecht, Duivendrecht u otras ciudades con un montón de consonantes en sus nombres.
Nunca me gustó pagar el tren. Quizás para hacerme la viva y ahorrarme unos centavos. Aunque ahora, más adulta, pienso que es horrible actuar así y no aportar a la recaudación de un servicio tan noble, la manera más disfrutable de moverse entre barrios y ciudades. De todos modos, con el servicio holandés esta práctica no es simple. Todo el tiempo están controlando los boletos y las multas son muy severas. Incluso si yo pagué boleto pero mi bici no, pueden cobrar más de 50 euros de penalidad, pero lo peor es que todos te miran mal, reprobando tu actitud de mala ciudadana. Ellos piensan que no se puede actuar así si el Estado te está dando un tren con wi-fi, baños impecables y, lo que me parece absurdo y utilísimo a la vez, los vagones silenciosos.
Un día una amiga iba escuchando música con ese volumen que uno usa a veces que se te escapan los sonidos por los auriculares. Una mujer que estaba a tres asientos de distancia se acercó agitando un dedo, mascullando “baje la música o váyase al vagón normal”. Desgraciadamente, mi amiga había caído en el vagón de los callados y no se había dado cuenta. Tuvo que irse reprobada en silencio, por supuesto, por el resto de los pasajeros, que se molestan incluso ante un ataque de tos o estornudos.
Todo es así en Holanda, perfectamente controlado, exhaustivamente silencioso. Por el tren uno tiene que pasar tratando de no dejar rastro, mirando siempre por la ventanilla que muestra siempre el mismo paisaje: los suburbios típicos de una ciudad del primer mundo, cemento y vidrios espejados, todo un poco robótico, frío. Y el que no mira para afuera mira su iPad, su iPhone, su cosito para leer libros en una pantalla en vez de en papel, que no tengo idea de cómo se llama.
Podría decirles que el tren primermundista funciona de diez. No hay olores, no hay grafittis, nadie se queja, nadie grita. Nadie vende cosas, nadie las compraría. Es absolutamente seguro pero se siente como si todos desconfiaran.
Para mí viajar en tren es otra cosa. Un novio me dejó en un viaje en tren. Tres pares de medias por diez pesos compré en un tren. Recibí más de cincuenta estampitas en mis viajes a Quilmes, a Ciudadela, a Haedo. Hice un viaje en tren que tenía que durar ocho horas y duró catorce y me indigné terriblemente pero también compartí unos mates riquísimos con los que iban atrás.
Para mí viajar en tren es ver, a través de las ventanillas un poco oxidadas, mis paisajes favoritos de la salvaje Buenos Aires, esa bestia que me recibe con la boca abierta cada vez que me quiero sentir real y humana.
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